Hablar del cerebro es hablar de nosotros mismos, dicen dos científicos que conectan mente, cáncer y futuro de la ciencia

Por Ivan Gomez

“Somos nuestro cerebro. Por eso nos cuesta tanto hablar de sus enfermedades.” La frase no es de un filósofo ni de un poeta, sino del Dr. Óscar Marín, uno de los neurocientíficos más reconocidos a nivel internacional. Marín compartió escenario con el oncólogo molecular Joan Seoane en una conversación que logró algo poco común en el mundo académico: emocionar. Fue durante un encuentro organizado por la Fundación Banco Sabadell en el marco de su ciclo Conversaciones con ciencia, donde ambos galardonados del Premio Fundación Banco Sabadell a la Investigación Biomédica —Seoane en 2009, Marín en 2008— compartieron sus trayectorias, ideas, dudas, y visiones sobre cómo la ciencia está transformando lo que sabemos sobre el cáncer y el cerebro.

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La ciencia no avanza en línea recta, coincidieron. Se mueve en zigzag. A veces tropieza, otras veces ilumina. Entre un microscopio y una conversación, entre una hipótesis equivocada y un hallazgo inesperado, entre Nueva York y San Francisco, donde ambos pasaron etapas claves de sus carreras antes de regresar a España. Lo dijeron con la naturalidad de quienes saben que la investigación no es un camino fácil, pero sí esencial. Seoane, hoy investigador ICREA en el Vall d’Hebron Instituto de Oncología (VHIO), recordó cómo desde niño le fascinaba lo invisible: por qué se contrae un músculo, cómo vemos. Esa curiosidad lo llevó a especializarse en los mecanismos moleculares del cáncer, una enfermedad que, según él, nos enfrenta no solo a la biología, sino también al miedo. Y cuando el cáncer afecta al cerebro, explicó, el miedo es doble, porque sentimos que ataca a la esencia de lo que somos.

Óscar Marín, director del MRC Centre for Neurodevelopmental Disorders en el King’s College de Londres, aportó una mirada complementaria. Dedicado a estudiar cómo se desarrolla el cerebro humano, Marín puso sobre la mesa una idea poderosa: entender el cerebro es entendernos. Y al mismo tiempo, es el paso previo para sanar. Su paso por Estados Unidos, en particular por San Francisco, le enseñó que la ciencia también es cultura, y que cada país construye una manera diferente de investigar, de arriesgarse, de pensar en lo que vendrá. Ambos hablaron de la importancia del retorno del talento, pero no como un gesto patriótico, sino como una apuesta seria por el futuro de la investigación en España. Regresar no fue fácil, lo admitieron. Supuso adaptarse, renunciar a ciertas comodidades, pero también implicó algo más profundo: un compromiso con lo que se puede construir desde aquí.

Más allá de los temas técnicos, lo que hizo valioso este diálogo fue la manera en que Seoane y Marín entrelazaron la ciencia con lo humano. Hablaron del valor de la mentoría, de la necesidad de pensar en el largo plazo, de cómo la ciencia no puede estar divorciada de la sociedad. Subrayaron la urgencia de que los gobiernos y la ciudadanía entiendan que invertir en investigación no es un lujo, sino una necesidad. Que cada proyecto que hoy parece abstracto puede mañana salvar vidas. Y que detrás de cada avance, hay personas. Científicos que dudan, que se frustran, que persisten. Como ellos.

La charla formó parte de una serie de encuentros impulsados por la Fundación Banco Sabadell para conmemorar los veinte años de sus premios científicos. Bajo el título Cómo la ciencia le está ganando terreno al cáncer, la conversación entre Seoane y Marín se suma a otros diálogos con investigadores que, desde distintas disciplinas, reflexionan sobre el impacto social de su trabajo. Lo notable en este caso fue el cruce entre dos campos —la neurociencia y la oncología— que rara vez se juntan en una misma mesa, pero que aquí se encontraron con fluidez, casi con naturalidad. Porque al final, como bien dijeron, entender el cáncer y entender el cerebro es parte de la misma búsqueda: cómo entendemos lo que somos para poder curar lo que nos duele.

Y quizás ese sea el mensaje más potente que dejaron: que la ciencia no es un mundo aparte, sino una herramienta para mirarnos mejor. Para hablar de lo que duele. Y, sobre todo, para imaginar un futuro en el que ese dolor se pueda, algún día, sanar.