La trampa del pensamiento positivo frente a la pobreza estructural

Por Ivan Gomez

En los rincones más virales de internet, frases como “si quieres, puedes” o “la pobreza es solo una mentalidad” se repiten como mantras modernos. Se pronuncian con firmeza en conferencias motivacionales, se imprimen en tazas y agendas, y circulan como memes con tipografía brillante sobre imágenes de montañas o atardeceres. Esta narrativa, aunque revestida de buena intención, es en realidad un veneno social disfrazado de autoayuda.

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Atribuir la pobreza a una falta de actitud o de esfuerzo personal no solo es simplista, también es profundamente deshonesto. Esta perspectiva ignora las estructuras económicas, políticas y sociales que configuran las condiciones de vida de millones de personas. No es casual que quienes más difunden este tipo de ideas suelen haber nacido en contextos de privilegio o, al menos, en situaciones con margen para elegir. Desde allí, hablar de “mentalidad” es cómodo, incluso rentable.

El video La pobreza no es una cuestión de actitud del canal de YouTube Economía para Todos pone el dedo en la llaga de este pensamiento reduccionista. Allí se desmonta con claridad cómo estas frases motivacionales, lejos de ser inocuas, alimentan un discurso que culpabiliza a los pobres y, por ende, exonera a los poderosos. ¿Qué sentido tiene que una madre soltera que trabaja jornadas dobles para apenas cubrir lo básico escuche que “todo está en su cabeza”? ¿Qué alternativa tiene un joven que abandonó la escuela porque debía aportar al hogar desde los 13 años?

Este tipo de discurso no solo es cruel, también funciona como mecanismo de reproducción ideológica. Si la pobreza es culpa del pobre, entonces no hay necesidad de cambiar el sistema. Si la solución es interna, todo reclamo colectivo pierde legitimidad. En ese marco, el empresario que paga sueldos de miseria puede dormir tranquilo; no es su responsabilidad, es que sus trabajadores “no se esfuerzan lo suficiente”.

Desmentir esta narrativa no implica negar el valor de la motivación personal ni del esfuerzo. Lo que se pone en cuestión es la creencia de que estos factores bastan por sí solos para superar contextos de desigualdad profunda. Las estadísticas son elocuentes: en sociedades con alta concentración de la riqueza, el lugar donde una persona nace determina en gran medida su destino económico. Y eso no es actitud, es estructura.

Más útil que repetir mantras sería preguntarse por qué el trabajo no garantiza dignidad, por qué la educación pública no siempre abre puertas, por qué los servicios básicos están desigualmente distribuidos. Y a partir de ahí, construir discursos que no solo inspiren, sino que también incomoden, cuestionen y propongan.

Decir que la pobreza no es una cuestión de actitud no es derrotismo. Es una afirmación radicalmente honesta que nos obliga a mirar hacia arriba, no hacia los costados. Porque no se trata de cambiar la mentalidad del pobre, sino de cambiar un sistema que necesita que siga siéndolo.