Por Ivan Gomez
En los últimos tiempos, la proliferación de interpretaciones bíblicas individuales ha generado una explosión de doctrinas, movimientos y hasta “revelaciones” particulares que, más que edificar la fe, fragmentan la unidad de los creyentes. Este fenómeno, propio de la era digital donde cualquiera puede ser predicador desde un celular, despierta una pregunta urgente: ¿fue la Biblia entregada para ser entendida en soledad, o dentro de una comunidad de fe con responsabilidad doctrinal?
El texto de 2 Pedro 1:20–21 es claro:
“Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.”
Desde sus primeros siglos, el cristianismo reconoció que la interpretación de las Escrituras debía hacerse dentro del cuerpo de la Iglesia. La Biblia misma no fue escrita por individuos aislados para individuos aislados, sino por comunidades y para comunidades. Por eso Pablo instruye a los tesalonicenses a que sus cartas sean leídas en la asamblea (1 Tesalonicenses 5:27), y exhorta a Timoteo a que las enseñe con cuidado y fidelidad (2 Timoteo 2:15), en el contexto de una comunidad.
Pero hoy, entre canales de YouTube, influencers espirituales y grupos que se separan para “buscar su verdad”, se ha normalizado lo que la Escritura misma advierte:
“Porque vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina… y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo 4:3-4).
El apóstol Pedro también menciona que muchos tuercen las Escrituras “para su propia perdición” (2 Pedro 3:16). Lo hacen, muchas veces, con buena intención. Pero la buena intención no reemplaza la formación, el contexto ni el acompañamiento comunitario.
Esto no significa que el creyente no pueda leer la Biblia personalmente. Al contrario, es deseable. Pero sí significa que dicha lectura debe ser humilde, guiada y responsable. Una interpretación individual que contradice 2000 años de historia eclesial no puede sostenerse sin, al menos, una revisión crítica.
El Nuevo Testamento presenta a la Iglesia no como una idea abstracta sino como una estructura viva, con ministerios, enseñanza, autoridad pastoral y corrección fraterna. En 1 Timoteo 3:15 se describe a la iglesia como “columna y baluarte de la verdad”.
Entonces, ¿qué ocurre cuando esa columna es ignorada? Aparecen doctrinas sin raíz, creyentes sin guía y comunidades sin rumbo. Y lo más alarmante: muchas veces se justifica lo injustificable “en nombre de la Biblia”.
No se trata de reprimir la búsqueda personal, sino de reconocer que la revelación divina no se interpreta como quien elige un pasaje y lo acomoda a su emoción del día. Las Escrituras fueron inspiradas en comunidad, y es en comunidad donde deben ser interpretadas.
Este llamado no es solo teológico, es pastoral y urgente. La Iglesia no es enemiga del pensamiento individual, pero sí es responsable de advertir cuando ese pensamiento se vuelve peligroso, no por herejía formal, sino por aislamiento doctrinal que, a largo plazo, fractura la fe y debilita el testimonio.
¿Volverán los creyentes a abrazar la guía de la Iglesia como madre y maestra? ¿O se continuará por el sendero de la privatización de la fe, donde cada uno es su propio Papa? El debate está abierto, y quizá la Biblia —cuando se lee con responsabilidad— ya nos dio la respuesta.
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