…el castigo físico fue una herramienta cotidiana, heredada sin cuestionamiento. Se asumía que si el niño lloraba, aprendía. Que si obedecía por miedo, eso era respeto. Sin embargo, las investigaciones en psicología y neurociencia cuentan otra historia.
Por Ivan Gomez
Muchos crecimos con la chancleta volando en el aire, el cinturón colgado como advertencia o una nalgada por responder de más. “Así nos educaron y salimos bien”, dicen algunos. Pero ¿de verdad salimos bien?
La nostalgia es poderosa. Nos conecta con olores de la cocina de la abuela, tardes sin pantallas y una época en que los niños pedían permiso para hablar. Pero no todo recuerdo es prueba de virtud. No todo lo que nos marcó fue correcto. Y, más importante aún: no todo lo que duele educa.
En muchos hogares latinos, el castigo físico fue una herramienta cotidiana, heredada sin cuestionamiento. Se asumía que si el niño lloraba, aprendía. Que si obedecía por miedo, eso era respeto. Sin embargo, las investigaciones en psicología y neurociencia cuentan otra historia.
Los estudios son claros: el castigo físico no mejora la conducta a largo plazo. Por el contrario, aumenta la agresividad, la ansiedad, la desconfianza y la violencia generacional. El niño que es golpeado con amor —porque “es por su bien”— muchas veces se convierte en adulto que normaliza la violencia como forma de amar o corregir.
Entonces, si aquella generación fue tan “bien criada”, ¿por qué abandonaban la escuela a tan altos niveles? ¿Por qué hay tanto divorcio? ¿Por qué tantos adultos hoy tienen dificultad para hablar de emociones sin sentirse débiles o sin reventar en ira? Tal vez no era educación, sino trauma disfrazado.
No se trata de culpar a los padres o abuelos. Ellos hicieron lo que pudieron con lo que sabían. Pero hoy, con más acceso a la ciencia y a nuevas herramientas, perpetuar esa forma de criar ya no es ignorancia: es decisión.
La nostalgia nos engaña. Nos hace creer que todo lo anterior fue mejor. Pero recordar no es lo mismo que justificar. Amar nuestra infancia no implica repetir sus errores. Querer a nuestros hijos no significa heredarles nuestros golpes.
Si de verdad salimos bien, que se note en nuestra capacidad de hacer las cosas distinto. Que el amor no pegue. Que la autoridad no humille. Que la educación no duela más de lo necesario.
Porque si no rompemos el ciclo, alguien más lo romperá. Y lo hará con rencor.
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